Todo iba marchando sobre ruedas, nunca mejor dicho, hasta llegar Aljucén, localidad en la que me vino la pequeña indisposición que me tuvo K.O. durante unos 30 minutos, y después el miedo que se te queda en el cuerpo.
Afortunadamente me repuse y pude seguir el camino. Poco después del mediodía llegué a Mérida y allí, aunque las obras no lo pusieron fácil, crucé el segundo gran río de este viaje: el Guadiana.
En la misma Mérida, paré a tomar algo en un bar y allí había un grupo ciclistas, de carreteros, algunos de los cuales creo que me ganaban en edad. Así que tocó tertulia un rato y escuché sus consejos, de dónde comer, etc. Y aunque el consejo no era malo, sí que fue un error seguirlo. Me explico: era uno de estos restaurantes donde sirven un copioso menú con dos platos y postre y no fue la mejor idea para seguir pedaleando por la tarde con más de 30 grados de temperatura. Así que los kilómetros de la tarde han sido bastante penosos, al menos a rato. En Almendralejo tomé la sabia decisión de parar un rato para intentar hacer la digestión. Y ya casi saliendo del pueblo. Encontré un bar y allí paré a tomar una Coca-Cola. Fue un buen rato porque pegué la hebra con dos paisanos y estuvimos un rato hablando de lo humano y lo humano. Ayer mencioné la geografía como una de los grandes ventajas de viajar en bicicleta. Quiero decir que se ve cada río, cada monte, cada pueblo. Otra de las posibilidades que te ofrece este método de desplazarte es hablar con gente que te vas encontrando por el camino.
Desde Almendralejo quedaban ya poco más de una docena de kilómetros que se hicieron bastante leves y ahora estoy alojado en uno de esos hoteles de carretera sin mucho glamour, pero bastante correcto.
Creo que en dos días llegaré a casa.
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