jueves, 10 de octubre de 2013

Cuando el sabio señala la Luna

Fuente
Cuando el sabio señaló la Luna, el necio se fijó en el dedo.

Pasó un buen rato (a él se le hizo eterno) hasta que se atrevió a desviar su mirada y, por fin, la bajo por su mano, aún elevada. Recorrió el antebrazo, ni firme, ni poderoso: justo el tipo de antebrazo que se le supone a cualquier sabio. Y ya no se pudo detener: brazo, hombro, subió por el cuello, barbilla, boca, a estas alturas todavía inexpresiva, nariz y acabó depositándose sobre sus ojos.

El sabio miró al necio un tanto desconcertado, pero (recordemos que era sabio), pronto se percató de todo, leyó en esos ojos que lo examinaban y su boca, antes inexpresiva (considérese esto una deferencia a mis lectores más desmemoriados) se transformó en una sonrisa cómplice.

Ha pasado mucho tiempo, pero a ambos, al sabio y al necio, de vez en cuando les gusta mirar juntos a la Luna y recordar el principio de su historia.


Este microrrelato ha sido (muy) inspirado por este fantástico tuit:

viernes, 4 de octubre de 2013

Que treinta años no es nada

Sí que lo son y justamente esos son los años que acabo de cumplir en la Universidad de Sevilla como profesor. Al comentar esto en las redes sociales que frecuento (Twitter y G+) alguien me dijo que por qué no escribía algo sobre el tema y parece que me estoy animando a ello: veremos qué sale.

Orgullos después de ganar un torneo de fútbol sala el mismo año que entré de profesor en la universidad (yo soy el rubio segundo por la izquierda de la fila de abajo).
Evidentemente, la universidad ha cambiado mucho en estos treinta años (y yo también ¡ay!), cuando yo entré en octubre del 83 se acababa de aprobar la LRU que supuso el cambio de la universidad franquista, aislada y concentrada en la repetición de unos conocimientos posiblemente inútiles y, desde luego, no originales a la universidad actual con la creación de los departamentos y dándole gran importancia a la investigación que hasta entonces era algo meramente anecdótico. Como sería imposible relatar aquí tanto cambio, me limitaré a unas cuantas pinceladas de la universidad que me encontré cuando recién licenciado pasé a dar clase a muchos de los que poco antes eran mis compañeros:

De hecho, la primera anécdota ya la he contado en G+: hoy en día son normales (¿o eran?) los viajes para asistir a congresos, reuniones con otros colegas, etc. Nada de eso era muy común por aquella época, al menos no en universidades periféricas como Sevilla. Se ha de pensar que si andamos otros treinta años atrás en el tiempo, la única universidad española autorizada para impartir estudios de doctorado (y expedir dicho título) era la de Madrid y poco habíamos cambiado desde entonces. Así el primer viaje que hice como profesor, fue a París, en coche y, naturalmente, pagado de nuestros bolsillos (los proyectos, ayudas, etc., tardarían unos cinco años en llegar por nuestros lares). El motivo del viaje hoy suena extrañísimo: fuimos a recorrer hemerotecas universitarias para fotocopiar artículos a los que no teníamos acceso desde Sevilla. Como suena: hicimos cerca de 4.000 km para hacer fotocopias.

Después de transcurrido el primer año me casé. El viaje de bodas fue un tanto especial: a la facultad de matemáticas a escribir mi tesina (entonces era normal entrar recién licenciado y se hacía la tesina, una especie de tesis de máster en el lenguaje actual, el primer año después de la licenciatura). La pobre recién casada se venía conmigo y me dictaba desde las 9 de la mañana hasta las 9 de la noche (sábados y domingos incluidos), hora en la que volvíamos a casa para preparar la comida del tuper del día siguiente. Naturalmente, se quedaba dormida mientras me dictaba alguna de las propiedades garantizaban la unicidad de los grupos de homología: no se lo culpo.
Las "bolas" de IBM (vista la foto, se me acaba de ocurrir
un híbrido entre dichas "bolas" y otras que tienen el apellido
de "chinas" que igual es un negocio y sirve para reciclar
este producto ya en desuso: todo sea por la ecología).

La escritura de trabajos científicos en dicha época era algo realmente penoso, los medios más modernos de los que disponíamos eran de máquinas de escribir Olivetti o IBM a las cuales se les podía cambiar manualmente "la fuente" de letras (una margarita en el caso de Olivetti, una bola para IBM): teníamos una margarita (en el caso de la tesina utilicé una Olivetti) para el alfabeto latino y otra para las letras griegas que teníamos que cambiar cada vez que aparecía una letra griega (cada dos renglones como mucho, en el caso de mi tesina), los subíndices y superíndices bajando y subiendo el carro.

Mi tesis, cuatro años más tarde, supuso un gran avance en este sentido: fue la primera tesis escrita con un procesador de texto(?) en la Universidad de Sevilla. Pero las cosas no eran tan sencillas: utilicé lo único que existía en aquel momento: runoff. Dicho procesador lo único que hacía era paginar y justificar el margen, así que las dificultades principales eran tres: no tenía distinto tipos de fuentes (no disponíamos de las esenciales letras griegas), no consideraba ni subíndice ni superíndices y además no contábamos con impresoras adecuadas. Para la solución (igual "solución" es una palabra excesivamente optimista como se verá) de estos problemas conté con la inestimable ayuda de mi amigo Luis Narváez: se hackeó el runoff de tal forma que si escribíamos un símbolo especial dejaba espacios en blanco en vez de escribir todo lo que estaba entre dichos símbolos en una primera pasada y en la segunda dejaba en blanco todo salvo lo que estaba entre dichos símbolos, por último, disponíamos de una IBM de esas de "bolas" conectada como impresora. Así el proceso de impresión era el siguiente: poníamos una hoja en blanco en la máquina de escribir y se imprimía todo el texto "normal", volvía a meter la hoja y se escribían los subíndices, una tercera para los superíndices y una cuarta después de cambiar la bola, para las letras griegas. Naturalmente, todo esto había que hacerlo con un cuidado exquisito, ya que, en caso contrario, el papel se desplazaba y no imprimía las cosas donde debían. Entre unas cosas y otras la impresión de una página nunca tardaba menos de 15 minutos.

Mirado en perspectiva, fueron buenos tiempos, teníamos poco, pero cada día se mejoraba algo, trabajábamos mucho (era raro el domingo en el que no íbamos a la facultad), pero disfrutábamos con lo que hacíamos y poco a poco, los tres "topólogos" (Antonio Quintero y Rafael Ayala eran los otros dos, ambos cinco años mayores que yo) fuimos consiguiendo viajar, contactar con gente y hasta acabamos consiguiendo dinero para ello.
De izquierda a derecha: Eladio Domínguez (mi director de tesis, mi maestro), Antonio Quintero, Tim Porter (el primer contacto internacional que tuvimos), Rafael Ayala, Luis Javier Hernández y un servidor en la puerta de matemáticas en Zaragoza. 

Para no alargarme más: ¿cuál es mi resumen de estos treinta años?
A nivel personal, me ha permitido cuatro cosas fantásticas:
1) He disfrutado dando clases a mis alumnos, nunca he percibido eso que dicen algunos de la desidia de la juventud actual, ni su falta de preparación, ni nada por el estilo; me lo paso bien con ellos, entonces (que salía de copas con ellos después de las clases) y ahora (que nos tuiteamos antes, después y, a veces, durante las clases).
2) He viajado. Gracias a la universidad he sido invitado a dar conferencias en universidades de los cinco continentes. He conocido lugares maravillosos casi siempre de la mano de amigos locales que son los que te pueden enseñar cosas que para los turistas pasan desapercibidas.
Parte de mi familia en Nueva York cuando me vinieron a visitar durante el año sabático que pasé en EE.UU.
Con Clara Grima en la bahía de Sydney.
En Kamakura (Japón).
3) He disfrutado con una de las cosas que más me gustan en el mundo: reunirnos unos cuantos colegas y enfrentarnos a un problema con una pizarra de por medio. Algo que solemos hacer es alquilar una casa rural durante dos o tres días y ponernos a trabajar sobre un problema durante ese tiempo totalmente aislados del resto del mundo.
y 4) He conocido gente maravillosa. Gracias a todos ellos, no los voy a nombrar aquí porque son demasiados y no me quiero dejar a nadie en el tintero.
Con los cinco a los que había dirigido la tesis hasta ese momento el día que conseguí la cátedra. Desde entonces otra docena y media se ha unido al grupo.
Por último, para los que digan que treinta años no es nada: aquí estamos los mismos del equipo de fútbol de la primera foto una vez transcurridos 25 años:
Solo falta en la foto el segundo por la izquierda de la fila de atrás.

jueves, 11 de julio de 2013

El making-of de "El hombre que nunca existió"

Recientemente he tenido el honor de que JotDown publique una entrada mía. En ella, narro una aventura que es, según el autor del texto (esto es: yo):
Un episodio conocido por muchos, pero con detalles fascinantes y no tan bien sabidos. En ella nos encontramos con engaños, aventuras, suspense, suerte, con espías, muchos espías, con personajes muy listos y otros aún más listos (parece que solo le falta el «amor verdadero» para ser La princesa prometida) y con un protagonista involuntario.
Es la historia del Hombre que nunca existió. En ella trato de narrar ese apasionante episodio de la Segunda Guerra Mundial a la vez que presento al lector la zona en la que transcurrió parte de la aventura.

Naturalmente, si alguien está interesado, lo remito a mi entrada ¿qué voy a decir de ella? A mi me gusta, por algo soy el autor. Aquí lo que pretendo es contar cómo se fraguó la escritura de dicha entrada y poner algunas de las fotos que tomé durante la fase de documentación.

Aprovechando la Feria de Sevilla que me proporcionaba una par de días de asueto y reprimiendo mis casi irrefrenables deseos de juerguista me dirigí primero a Huelva porque creía que tenía que visitar el Barrio Obrero, la Alameda Sundheim y la casa Colón. Además contaba con una par de bonus tracks: tomarme un café con mi amigo Mario (@mariomusan en Twitter) y tratar de buscar la tumba del protagonista de mi historia en el cementerio de Huelva.

Un par de vistas del Barrio Obrero (Huelva)

El café lo tomamos Mario y yo en lo que era la antigua casa del guarda del barrio obrero. Igual por esa razón alguien al transformarlo en bar le puso el original nombre de "La casa del guarda". Por cierto: la camarera de dicho bar me manifestó que le encantaba mi camiseta de la serie "The big bang theory" de la que se declaraba rendida admiradora.

La casa del guarda. El que está sentado con una chaqueta blanca es el bueno de Mario. 

Naturalmente Mario y yo conseguimos encontrar la tumba del comandante Martin, he de confesar que me faltó poco para que se me saltaran las lágrimas.

Se hacía tarde y quería llegar cuanto antes a Cartaya, el pueblo de mis mayores (que es como la gente que se la da de leída y/o usa gafas de pasta, entre los que me cuento, llama al pueblo en el que nacieron sus padres). Allí tuve que explicar un ciento de veces (puede que no fueran cien, pero se le acercó bastante) que no me iba a quedar con ellos sino en el hotel y que no iba a comer con ellos, sino en un restaurante, porque quería escribir una especie de guía. Mal que bien, conseguí alojarme en el fantástico y recomendable Hotel Plaza Chica, cuya dueña Loli me trató como si fuera de la familia (y puede que lo seamos).
Patio del Hotel Plaza 
Esa misma tarde fui al Rompido (oficialmente es una pedanía de Cartaya aunque a la gente de allí le cueste trabajo reconocerlo), allí me encontré con alguna gente en busca de consejo, como Chari Foncubierta (@cfoncu en Twitter) que tiene al Rompido como su paraíso particular y a mi primo Andrés que, con su habitual actitud displicente (en realidad: 1) la actitud habitual de mi primo dista mucho de ser displicente. 2) No tengo del todo claro qué significa "displicente", pero como no hay autor contemporáneo español que no utilice el dichoso término, yo no he tenido por más que colocarlo aquí)  ha dejado su vivienda en Sevilla para trasladarse al Rompido aunque eso le implique recorrer más de 250 km diarios para desplazarse hasta su trabajo: él es feliz viviendo allí. Su hermana, mi prima Mariluz, fue también alguien que me ayudó bastante, comentándome sobre la zona y prestándome algunos libros que tengo que recordar que aún no he devuelto.
Castillo de Cartaya
El día siguiente y último de mi periplo lo aproveché para ir desde el Rompido hasta Punta Umbría, recorriendo los bellos paisajes de la desembocadura del río Piedras que tanto me recuerdan a mi niñez.

Intento de foto artística por mi parte. Yo siempre he creído que "foto artística" era de una mujer desnuda, pero parece que no siempre 

En esta playa fue encontrado el comandante Martin

Por último, tal y como dije, Mario y yo conseguimos encontrar la tumba de Martin.

El atractivo autor de estas líneas ante la tumba del (involuntario) protagonista de la historia

sábado, 15 de junio de 2013

Su vaca y él

Uno de esos libros que siempre recomiendo es la recolección de memorias de Pablo Neruda que lleva por título "Confieso que he vivido" y a fe mía que, una vez leído el libro, el título parece inmejorable. Como es bien sabido, recoge el poeta diversas historias que abarcan buena parte de su vida. Una de esos episodios, en el que narra su relación con Omar Vignole siempre me ha parecido especialmente divertida y he tratado de escarbar un poco en internet por aquello de corroborarla. Curiosamente, lo que aparece en casi todos sitios son la palabras que Neruda le dedica, así que las copio aquí por si alguien no las conoce o las tiene olvidadas (y también porque puede que alguien encuentre que el Nobel chileno escribe mejor que yo):


En Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba o se llama Omar Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso bastón en la mano. Una vez, en un restaurant del centro donde me había invitado a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán oferente y me dijo con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos: “¡Sentáte,Omar Vignole!”. Me senté con cierta incomodidad y le pregunté de inmediato: “¿Por qué me llamas Omar Vignole, a sabiendas de que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?”. “Sí, me respondió, pero en este restaurant hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios de ellos me quieren dar una paliza, yo prefiero que te la den a tí”.
Este Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una vaca con la cual trabó una amistad entrañable. Paseaba por todo Buenos Aires con su vaca, tirándola de una cuerda. Por entonces publicó algunos de sus libros que siempre tenían títulos alusivos: Lo que piensa la vaca, Mi vaca y yo, etcétera, etcétera. Cuando se reunió por primera vez en Buenos Aires el congreso del Pen Club mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo temblaban ante la idea de que llegara al congreso Vignole con su vaca. Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó las calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara, al lujoso recinto donde se celebraba el congreso, mi excéntrico amigo con su rumiante.
Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido moderno de la historia, el gran Vignole irrumpió en el salón de conferencias con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a mugir como si quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad dentro de un enorme furgón cerrado que burló la vigilancia policial.
De este mismo Vignole contaré que una vez desafío a un luchador de catchascan. Aceptado el desafío por el profesional, fijó la noche del encuentro en un Luna Park repleto. Mi amigo apareció puntualmente con su vaca, la amarró a una esquina del cuadrilátero, se despojó de su elegantísima bata y se enfrentó a “El Estrangulador de Calcuta”. Pero aquí no servía de nada la vaca, ni el suntuoso atavío del poeta luchador. “El Estrangulador de Calcuta” se arrojó sobre Vignole y en un dos por tres lo dejó convertido en un nudo indefenso, y le colocó, además, como signo de humillación, un pie sobre su garganta de toro literario, entre la tremenda rechifla de un público feroz que exigía la continuación del combate.
Pocos meses después publicó un nuevo libro: Conversaciones con la vaca. Nunca olvidaré la originalísima dedicatoria impresa en la primera página de la obra. Así decía, si mal no recuerdo: “Dedico este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero”.

Unas pequeñas puntualizaciones al maestro Neruda: parece ser que no era Viñole (así suele venir escrito su apellido y considérese esta la primera puntualización) agrónomo sino veterinario. Respecto a su muerte fue en 1967 (había nacido en 1904), no mucho antes que el chileno y, por si a alguien le interesa, en varios blogs se encuentran críticas de sus libros que parece que no interesaron mucho en su época y que aún interesarían menos ahora.

Si a estas alturas queda alguien muy, pero que muy interesado, aún le puedo dar alguna referencia más. Por ejemplo, en esta página se pueden encontrar cuatro libros de Vignole, entre los que está el que muchos dicen que es su mejor obra "El hombre que se depiló la ingle" (yo más bien diría la menos mala) y en esta otra página dan reseñas (incluso parece que se han leído los libros) a tres de sus obras: "La camiseta del jefe de policía", "El hombre de la vaca" y "Canto al gran matarife".


Por último, si alguno se anima a leer alguna de sus obras, que sepa que es bajo su entera responsabilidad y le comunico que no es necesario que comparta sus impresiones conmigo: avisados estáis.